viernes, 10 de diciembre de 2010

La otra Vuelta de Obligado

David Rock / Para LA NACION (Publicado en Edición Impresa el 6 de diciembre de 2010)

El prestigioso historiador británico David Rock, profesor de la Universidad de California, quiso intervenir en la polémica que en esta misma página sostuvieron Pacho O'Donnell y Luis Alberto Romero sobre la Vuelta de Obligado y la visión oficial del nacionalismo argentino.

Como inglés nativo, no veo la década que siguió a 1840, al decir de Churchill, como nuestra hora más gloriosa o "finest hour". En el colegio, a esa década la llamábamos "los años cuarenta hambrientos", no sólo por la catastrófica hambruna irlandesa, sino por la prolongada recesión económica que perjudicó seriamente las vidas de los obreros británicos. Las presiones económicas internas provocaron varias aventuras imperialistas en el exterior, entre otras, las guerras infames del opio contra el imperio chino y la intervención de 1845 en el Río de la Plata. Sólo cerca de 25 miembros de las tropas francesas e inglesas murieron en el conflicto de la Vuelta de Obligado, un acontecimiento casi olvidado en Francia y Gran Bretaña. Las pérdidas argentinas fueron mucho mayores: posiblemente hubo hasta mil muertos. La "batalla" recuerda los episodios imperialistas típicos en la India o en Africa, en los cuales por cada muerto europeo perecieron cincuenta nativos. Pacho O'Donnell define el incidente como "una de las mayores epopeyas militares de nuestra historia". Si eso fuera verdad, la República Argentina habría tenido una existencia casi idílica. Ojalá la historia británica hubiera sido la misma. En Gran Bretaña, el lenguaje de O'Donnell se aplicaría a acontecimientos como el primer día de la Batalla del Somme, el 1° de julio de 1916, cuando sesenta mil soldados ingleses cayeron en los primeros treinta minutos del enfrentamiento, ante las ametralladoras alemanas.

A pesar de su lenguaje exagerado, el artículo de O'Donnell tiene un cierto contenido analítico. Enfatiza, correctamente, la importancia de los barcos de vapor en el conflicto de 1845. Lord Palmerston veía al río Paraná como un sitio ideal para probar los barcos de vapor como máquinas bélicas. Los constructores de este tipo de buques en Inglaterra querían aumentar su producción si aparecían los mercados compradores. Algunos comerciantes de Liverpool soñaron con convertir al gran río (que creían conectado directamente al río Amazonas, a través de las junglas brasileñas) en un segundo Mississippi. Como señala O'Donnell, algunos comerciantes británicos concibieron el plan de redefinir el mapa político de la región del Plata, reduciendo el territorio de la Confederación Argentina y aumentando el de la República del Uruguay.

La batalla de la Vuelta de Obligado resultó una derrota para Rosas, aunque posteriormente él pudo reclamar una victoria estratégica, cuando los británicos abandonaron su acción bélica y volvieron a la diplomacia. Estos evitaron cualquier medida violenta en la construcción de su imperio de negocios en la Argentina. Aunque no discrepo totalmente con O'Donnell, comparto la crítica de Romero de su versión de romanticismo histórico. Nadie debe olvidarse del papel de la demagogia revisionista en la tragedia argentina de los años 70 del siglo pasado.

Romero resume bien las opiniones de muchos historiadores distinguidos y confiables. Sin embargo, tanto él como O'Donnell no mencionan varios aspectos de la intervención de 1845 que son cruciales para su mejor comprensión. Bien conocido, por ejemplo, es el largo esfuerzo de Rosas por controlar la Banda Oriental; estos conflictos marcaron la continuación de la competencia entre Buenos Aires y Montevideo para dominar el comercio del Río de la Plata, que había empezado en el período colonial. El conflicto tipificó esta época de la historia latinoamericana después de la independencia. Los caudillos y los Estados-ciudades luchaban por la hegemonía de una manera más parecida a las guerras de la Grecia Antigua o la Italia del Renacimiento que a las luchas nacionales-populares europeas durante las revoluciones de 1848.

Ni O'Donnell ni Romero enfrentan los antecedentes de la participación de Francia y Gran Bretaña en el conflicto de 1845. Los franceses estaban concentrados en Montevideo; se opusieron a Rosas porque él les aplicó políticas discriminatorias; pasaron todo el período de Luis Felipe (1830-1848) tratando de derrocarlo. Bien distinto de la invasión de México durante el régimen siguiente de Napoleón III, los orleanistas trabajaron contra Rosas a través de bloqueos y socios locales como el general Juan Galo Lavalle. Los franceses nunca quisieron lanzar una invasión en tierra con tropas europeas, pues temieron que esto resultara un desastre costoso.

A diferencia de los franceses, los británicos habían establecido una presencia en ambas bandas del Río de la Plata. Buenos Aires atrajo a los británicos porque ofrecía acceso a mayores mercados y a productos vacunos de exportación. Por su parte, Montevideo tenía un puerto más caudaloso que Buenos Aires, y más cerca del Atlántico; además, sus autoridades solían demostrar más voluntad de cooperar con los comerciantes británicos.

En 1845, los comerciantes británicos de Montevideo convencieron a sus socios en Liverpool de montar una campaña bélica contra Rosas. Argumentaron que Montevideo pronto podría convertirse en la base de un nuevo comercio muy apreciable hacia el interior sudamericano, a través del Paraná. Para cumplir este plan, era necesario eliminar la oposición de Rosas. Los propagandistas siempre escondieron su verdadera razón: una acción contra Rosas por un bloqueo a Buenos Aires les daría el monopolio sobre el comercio existente en el Río de la Plata. El conflicto de 1845 significó una lucha entre grupos de políticos y comerciantes en competencia por la hegemonía comercial. Marcó una nueva etapa en la larga pelea entre Buenos Aires y Montevideo por la supremacía en el Río de la Plata.

Samuel Lafone merece una mención destacada en los anales del imperialismo victoriano. El lanzó la visión del comercio a vapor entre Montevideo y el alto Paraná; concibió el plan de redefinir las fronteras entre la Argentina y Uruguay a beneficio del segundo; en los años 50, gestó el desarrollo de las islas Malvinas, desde Montevideo. En 1845, Lafone convenció a William Ouseley, el enviado diplomático de Aberdeen, de enviar la expedición naval, junto con los franceses, por el Paraná y emprender el ataque a las tropas rosistas en la Vuelta de Obligado. A pesar de su triunfo militar, los británicos sacaron escaso provecho de su agresiva aventura, porque las oportunidades comerciales de la región del Paraná y del Paraguay fueron casi nulas.

Aberdeen había ordenado a su enviado utilizar la fuerza como último resorte y pronto condenó la entrada forzada al Paraná. Rápidamente, la opinión pública inglesa se dio cuenta de que la intervención contra Rosas producía grandes ganancias para los comerciantes de Montevideo, pero provocaba el descenso del comercio británico. La oposición creció a tal punto que a principios de 1846 los británicos abandonaban toda su anterior estrategia. Como ocurrió repetidas veces en el siglo XIX, el imperialismo británico se formó menos como resultado de una política gestada en Londres que por las acciones de los agentes comerciales locales o " men on the spot ", en este caso, Lafone y Ouseley.

"No somos ni Argelia ni la India", declaró gallardamente Rosas, cuando las fuerzas británicas se habían retirado. A pesar de su oposición a la intervención, el gobernador aceptó plenamente la idea de una asociación comercial con los europeos. En 1847, el diario pro rosista escrito en inglés en Buenos Aires, The British Packet , publicó un manifiesto sosteniendo que una relación con Gran Bretaña que hoy llamaríamos "imperialismo informal" sería provechosa para ambas partes. El diario llamó a los británicos a enviar obreros y granjeros a Buenos Aires, que se dedicarían al comercio y al sector rural. De haber venido, los británicos hubieran gozado, según el diario, de "todos los beneficios de una colonia sin costo ni responsabilidad". Los rosistas también proponían el tipo de relación con Gran Bretaña que de hecho se materializó hacia fines del siglo XIX. Lo que hoy los revisionistas condenan como "la oligarquía antinacional o entreguista" asociada con los británicos? ¡incluiría a Rosas mismo! Obviamente, lo propuesto por Rosas tuvo el apoyo de los británicos establecidos en Buenos Aires. Ellos peticionaron al Foreign Office que se abandonara la intervención militar y rehusaron el consejo de Ouseley de salir de Buenos Aires. Todos se mantuvieron leales a Rosas y defensores de la soberanía provincial.

Conozco a un solo entusiasta de una hipotética conquista militar británica de Buenos Aires. Irónicamente, un irlandés. En 1845-1847, Antonio Fahy, un cura empobrecido y recién llegado, pidió un subsidio del gobierno británico anunciando su voluntad de actuar como un líder colonial, sobre la base de su prestigio dentro de la comunidad irlandesa de Buenos Aires.

Una narrativa acertada de los sucesos de 1840 en el Río de la Plata subraya lo anacrónico de la terminología empleada por O'Donnell: "democracia popular", "soberanía nacional" y "nacionalismo", por ejemplo.

La batalla de la Vuelta de Obligado fue una masacre de "nativos" típica de su tiempo. Más que un arquetipo del nacionalismo popular, Rosas era un dictador de un Estado-ciudad que, a la vez que supo defender su propio territorio, también deseó siempre una relación cercana y provechosa con los países imperialistas.

Como nota Romero, aquellos años pertenecieron a la época prenacional y prenacionalista de la Argentina. Los intelectuales liberales preclaros, como Alberdi y Sarmiento, soñaban con una república consolidada que emulara la pujanza democrática y republicana de Estados Unidos. Pero en aquella época sus proyectos todavía se hallaban muy lejos del imaginario de la masa popular.


*El autor, historiador británico,
es especialista en historia política argentina

Fuente: Diario La Nacion
Link a la nota: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1331065

Transformar la derrota en victoria

Luis Alberto Romero / Para LA NACION (Publicado en Edición Impresa el 18 de noviembre de 2010)

El Gobierno anuncia la gran celebración de un aniversario de la Vuelta de Obligado, la batalla en la que, el 20 de noviembre de 1845, las tropas de Rosas intentaron inútilmente bloquear el acceso de la flota británica por el río Paraná. Paralelamente, los escritores neorrevisionistas baten el parche y despiertan sentimientos e imaginarios de un nacionalismo hondamente arraigado en nuestra sociedad. A la vez, por qué no, realizan un buen negocio editorial.

Como de costumbre, anuncian la revelación de un episodio que la "historia oficial" ha mantenido oculto. En realidad, el episodio de la Vuelta de Obligado puede ser leído en casi cualquier libro que se ocupe del período. Por ejemplo, en dos autores clásicos y de ideas diferentes: José Luis Busaniche y Ernesto Palacio. Dos probos historiadores británicos, H. S. Ferns y John Lynch, han dicho todo lo que necesitamos saber acerca de las trapisondas del lobby de comerciantes e industriales de Liverpool y Manchester, que presionó permanentemente sobre la política del Foreign Office en el largo conflicto de la Cuenca del Plata. Tulio Halperin Donghi, hace 40 años, trazó un balance equilibrado del asunto, bastante favorable a Rosas: sin cuestionar los sólidos lazos que ligaban con Gran Bretaña a los hacendados y comerciantes porteños e ingleses -dice-, Rosas defendió encarnizada y a la larga eficazmente la independencia política de la región, en la época de la "política de las cañoneras", cuando nadie podía asegurar cuáles serían los límites del colonialismo europeo. Rosas puso esos límites.

Coincido con esos balances, que destacan no tanto las heroicas acciones militares en el Paraná como la tozuda y cazurra práctica diplomática de Rosas en los cuatro años siguientes. Me parece más difícil de aceptar, en cambio, que la batalla del 20 de noviembre de 1845 haya sido una gran "epopeya nacional", como se dice.

En primer lugar, fue una derrota. Honrosa y heroica, sin duda; victoria moral, como nos gusta a los argentinos; pero derrota al fin. La de los ingleses fue quizás una victoria a lo Pirro. Pero vencieron. Cortaron las cadenas, rompieron el bloqueo y llegaron con sus barcos a Corrientes, donde la sociedad local admiró los nuevos barcos de vapor y las damas alternaron y coquetearon con los oficiales británicos.

Sin embargo, sus logros fueron escasos. Los mercados de las provincias litorales eran menos atractivos que lo supuesto. Ninguno de los jefes políticos antirrosistas, en armas en las provincias litorales, quiso comprometerse con los ingleses. Los comerciantes británicos en Buenos Aires continuaron acumulando pérdidas con el bloqueo y reclamando una solución pacífica. Dicho esto, sopesemos el argumento de los neorrevisionistas: las fuerzas militares de Rosas, luego de la derrota del 20 de noviembre, practicaron una tenaz y meritoria guerrilla de retaguardia, que ocasionó pérdidas a la flota y a los buques mercantes ingleses. Un problema más. Por entonces, otros problemas en su vasto imperio informal reclamaron la atención del gobierno británico . En 1846 Aberdeen, cultor de la "política de las cañoneras", fue reemplazado en el Foreign Office por Palmerston, partidario del camino negociado. Hubo una nueva evaluación de la situación del Plata, y aunque el bloqueo se mantuvo hasta 1849, finalmente se llegó a un acuerdo muy honroso para el gobierno de la Confederación, en el que Rosas obtuvo lo que no pudo lograr en el campo de batalla. Celebremos pues el éxito pacífico de la diplomacia y no el fracaso de la guerra. La negociación y no la epopeya.

¿Fue "nacional" esta acción? También me parece dudoso. Los revisionistas y neorrevisionistas comparten una idea, de origen alemán, acerca de la existencia de una nación eterna, existente desde siempre y animada por el "alma del pueblo", el volgeist . Una idea importada, pensada para otras realidades, que nuestro nacionalismo aceptó con entusiasmo y aplicó a nuestro caso. Los historiadores profesionales sabemos que las naciones no existen desde siempre, sino que se construyen, en circunstancias determinadas. Casi siempre son impulsadas por Estados, que encuentran en el imaginario nacional su mejor legitimación.

En rigor, en 1845 el Estado nacional argentino todavía estaba en construcción; toda la Cuenca del Plata era un hervidero, y ni siquiera estaba claro qué parte de ella -¿el Uruguay o el Paraguay?- correspondería a la Argentina. Muchos conflictos estaban pendientes de resolución y era difícil saber cómo terminaría la historia, y en consecuencia, cuál de los intereses en pugna sería el "nacional". Nuestros neorrevisionistas dan por sentado que Rosas defendía el interés nacional. Quizá. Pero en la época había opiniones diferentes sobre cómo organizar el país, especialmente entre correntinos, entrerrianos y santafecinos, por no mencionar a uruguayos y paraguayos, cuya independencia Rosas cuestionaba.

En cambio es seguro que Rosas, bloqueando el Paraná e impidiendo la libre navegación de los ríos, sostuvo los intereses de Buenos Aires, una provincia que, bueno es recordarlo, hasta 1862 vaciló entre integrar el nuevo Estado o conformar un Estado autónomo. Rosas defendió con energía el monopolio portuario porteño, de cuyas rentas, no compartidas, vivía la provincia. Contra Rosas estaban quienes creían que la libre navegación de los ríos los beneficiaría. El conflicto se dirimió luego de Caseros. Mientras Rosas elegía exiliarse en Inglaterra -quizá para estudiar más de cerca a la "pérfida Albión"-, el Pacto de San Nicolás en 1852, y la Constitución Nacional en 1853, abrieron el camino a la libre navegación. Los neorrevisionistas hablan del triunfo de los intereses antinacionales. Eso los llevaría a ubicar a nuestra Constitución en el campo antinacional. A los que vemos en la Constitución el fundamento de nuestro orden institucional nos resulta imposible acompañarlos en esa posición.

Transformar una derrota en victoria. Hacer de una batalla donde primaron los intereses particulares de Buenos Aires un jalón en la construcción de la Nación. Todo eso es algo más que una opinión, poco rigurosa pero aceptable en un terreno por definición opinable, como lo es el pasado. Tal manera de ver las cosas constituye una parte central del "sentido común" nacionalista, muy arraigado en nuestra cultura, a tal punto de haberse convertido en una verdad que se acepta sin reflexión. En su tiempo, el revisionismo ayudó mucho a construirlo. Los escritores neorrevisionistas -confieso que me cuesta llamarlos historiadores- pulsan esa sensibilidad, la refuerzan, y adicionalmente la convierten en un buen negocio: bien publicitado, el nacionalismo patológico vende bien.

Digo nacionalismo patológico porque hay, en mi opinión, otro nacionalismo, al que prefiero llamar patriotismo, sano, virtuoso e indispensable para vivir en una nación. Pero en el sentido común de los argentinos predomina aquel otro: una suerte de "enano nacionalista" que combina la soberbia con la paranoia y que es responsable de lo peor de nuestra cultura política. Nos dice que la Argentina está naturalmente destinada a los más altos destinos; si no lo logra, se debe a la permanente conspiración de los enemigos de nuestra Nación, exteriores e interiores. Chile siempre quiso penetrarnos. Gran Bretaña y Brasil siempre conspiraron contra nosotros. Ellos fraccionaron lo que era nuestro territorio legítimo, arrancándonos el Uruguay, el Paraguay y Bolivia. La última y más terrible figuración del "enano nacionalista" ocurrió con la reciente dictadura militar. Entonces, el enemigo pasó de ser externo a interno: al igual que los unitarios con Rosas, la subversión era "apátrida" y, como tal, debía ser aniquilada. Poco después, la patología llegó a su apoteosis con la Guerra de Malvinas.

Ese nacionalismo constituye un mito notablemente plástico, capaz de adaptarse a situaciones diversas. Así, nuestro actual gobierno puede hacer uso de él, resucitar muchos de sus tópicos -tarea en la que ayudan estos escritores neorrevisionistas- e incluir en su campaña general contra diversos enemigos -la lista es conocida- este revival de la Vuelta de Obligado que prenuncia una revitalización del mito en beneficio propio, tal como lo está haciendo con la causa de las Malvinas. En 1983, muchos creímos que habíamos logrado desterrar al "enano nacionalista". Hoy, yo al menos lo dudo.

Fuente: Diario La Nacion
Link a la nota: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1325771

Una epopeya largamente ocultada

Pacho O'Donnell / Para LA NACION (Publicado en Edición impresa el 18 de noviembre de 2010)

A dos días del aniversario del Combate de la Vuelta de Obligado / Polémica entre nacionalistas y liberales


El combate de la Vuelta de Obligado es la expresión a cañonazos de un conflicto que recorre la historia argentina: el de las ambiciones de ciertas dirigencias vernáculas asociadas en beneficio propio con las potencias exteriores del momento, enfrentadas con los intereses nacionales, sobre todo de los sectores populares, que en 1845 fueron organizados y armados por su líder natural, Juan Manuel de Rosas.

Obligado es, junto con el Cruce de los Andes, una de las dos mayores epopeyas militares de nuestra patria. Una gesta victoriosa en defensa de nuestra soberanía política, económica y territorial que puso a prueba exitosamente el coraje y el patriotismo de argentinas y argentinos, lamentablemente silenciada por la historiografía liberal escrita por la oligarquía porteñista, antipopular y europeizante, vencedora de nuestras guerras civiles del siglo XIX.

Versión que continúa hoy vigente con algunos cambios epidérmicos y con denominaciones oportunistas que, por ejemplo, incorporan el término "social" para disimular su conservadurismo y continuismo. Corriente que, aprovechando los golpes militares y ante la expulsión de la historiografía peronista y marxista de nuestras universidades, se adueñó del poder que administra cátedras, subsidios, becas, empleos.

Ser revisionista no supone ser "antimitrista". Bartolomé Mitre fue un argentino excepcional que dirigió inmensos ejércitos, tradujo La Divina Comedia , llegó a presidente de la república. Y también escribió los fundamentos de nuestra historia al mismo tiempo que la protagonizaba. Tuvo la sensibilidad social de poner en superficie el heroísmo inconcebible de los caudillos altoperuanos, pero no pudo mantener esa objetividad al ocuparse de los caudillos federales tardíos, a quienes perseguía porque se habían constituido en un serio obstáculo para su proyecto de Organización Nacional. La historiografía que el revisionismo cuestiona se plasmó años después, en parte basada sobre sus escritos, pero sobre todo al calor de una "educación patriótica", cuyo objetivo fue hacer que las masas inmigrantes incorporasen "lo nacional" alimentadas por una versión rígida, simplificada y conservadora de nuestra historia. Cuando se habla de "historia oficial" se debe hablar más de Ricardo Levene que de Mitre.

Corría 1845. Las dos más grandes potencias económicas, políticas y bélicas de la época, Gran Bretaña y Francia, se unieron para atacar a la Argentina, entonces bajo el mando del gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas. El pretexto "humanitario", infaltable en toda incursión imperial, tuvo la complicidad de los unitarios emigrados en Montevideo: a los "interventores", como les gustó llamarse a los europeos, no los movía otra intención que apoyar a quienes se oponían al gobierno supuestamente tiránico de Rosas.

Es cierto que Rosas era violento; todos en esa época lo eran, también Paz, Lavalle y Urquiza. En cuanto al terror rosista, es sin duda cuestionable la creación de "la Mazorca", una organización parapolicial para perseguir y amedrentar a los opositores; pero también es cierto que en sus períodos más cruentos, octubre de 1840 y abril de 1842, no murieron más de 60 personas, lejos de las 200 ejecutadas por Urquiza en las semanas posteriores a Caseros.

Los motivos reales de la "intervención en el Río de la Plata" fueron de índole económica. Se imponía el castigo a ese gaucho insolente que desafiaba a las potencias europeas con trabas al libre comercio y medidas aduaneras que protegían los productos nacionales, y fundando un Banco Nacional que escapaba al dominio de los capitales extranjeros.

Gran Bretaña y Francia se habían unido para expandir sus mercados aprovechando el invento de los barcos de guerra a vapor, que les permitían internarse en los ríos sin depender de los vientos y así alcanzar nuestras provincias litorales, el Paraguay y el sur del Brasil. Esas intenciones eran confirmadas por los casi cien barcos mercantes que seguían a las naves de guerra.

Lo más grave para nuestra soberanía era la pretensión de independizar Corrientes, Entre Ríos y lo que es hoy Misiones formando un nuevo país, la "República de la Mesopotamia", que empequeñecería y debilitaría aún más a la Argentina, que ya había sufrido el desgarro de la Banda Oriental, con la insólita anuencia de Rivadavia, y del Alto Perú (Bolivia) ante la indiferencia de Alvear. Sería Urquiza, luego de Caseros y en acuerdo con el emperador de Portugal Juan I, quien reconocería la independencia del Paraguay, algo a lo que Rosas se negó con pertinacia.

Ingleses y franceses creyeron que la sola exhibición de sus imponentes naves, sus entrenados marineros y soldados, y su modernísimo armamento bastarían para doblegar a nuestros antepasados, como acababa de suceder con China. Pero no fue así: Rosas, que gobernaba con el apoyo de la mayoría de la población, sobre todo de los sectores populares, decidió hacerles frente. Encargó al general Lucio N. Mansilla conducir la defensa. Su estrategia fue la siguiente:

1) Era imposible vencer militarmente a los invasores por la diferencia de poderío y experiencia, lo que hacía inevitable que tuvieran éxito en su propósito de remontar el río Paraná.

2) Dado que se trataba de una operación comercial encubierta, el objetivo era provocarles daños económicos suficientes como para hacerlos desistir de la empresa y lograr así una victoria estratégica que vigorosas negociaciones diplomáticas harían luego contundente.

3) Era necesario buscar un lugar del Paraná donde fuera posible alcanzar los barcos enemigos con los escasos, anticuados y poco potentes cañones con que se contaba.

Mansilla emplazó cuatro baterías en el lugar conocido como Vuelta de Obligado, donde el río se angosta y describe una curva que dificultaba la navegación. Allí nuestros heroicos antepasados tendieron tres gruesas cadenas sostenidas sobre barcazas y así lograron que durante el tiempo que tardaron en cortarlas los enemigos sufrieran numerosas bajas en soldados y marineros y devastadores daños en sus barcos de guerra y en los mercantes. El calvario de las armadas europeas y los convoyes que las seguían continuó durante el viaje de ida y de regreso, siendo ferozmente atacadas desde las baterías de "Quebracho", del "Tonelero", de "San Lorenzo" y, otra vez, desde "Obligado". La estrategia de Rosas y Mansilla tuvo éxito y las grandes potencias se vieron obligadas a capitular aceptando las condiciones impuestas por la Argentina y cumpliendo con la cláusula que imponía a ambas armadas, al abandonar el río de la Plata, disparar 21 cañonazos de homenaje y desagravio al pabellón nacional.

Desde su destierro en Francia, San Martín, henchido de orgulloso patriotismo, escribió a su amigo Tomás Guido el 10 de mayo de 1846: "Los interventores habrán visto por este échantillon que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca". Más adelante felicitaría al Restaurador: "La batalla de Obligado es una segunda guerra de la Independencia". Y al morir le legó su sable libertador.

Insólitamente, hay argentinos que siguen empeñados en negar la importancia de Obligado y hasta objetan la victoria patriota. Aliados así otra vez con los invasores del 45, sobre todo con Francia, que, al calor de la humillación sufrida, insiste aún hoy que la guerra del Paraná le fue favorable. Aducen para ello que superaron las barreras de Obligado, remontaron el Paraná hasta su fin y regresaron. Como muestra, en el Panteón de Napoleón donde se exhiben las banderas enemigas tomadas en victorias militares, se exhibe en el puesto 32 una enseña argentina manchada en sangre recuperada de alguno de los lanchones que sostenían las cadenas.

Pero lo que demuestra su derrota es que no se cumplieron ninguno de los objetivos de la invasión de las potencias: las provincias litorales siguen siendo argentinas, el Paraná es un río interior de nuestro territorio y la Argentina no es un protectorado británico, como habían acordado los unitarios con las potencias "interventoras".

Serían otras las formas, más sutiles y eficaces, que las potencias invasoras, sobre todo Inglaterra, pondrían en juego en el futuro para restañar las heridas y para dominar hasta 1945 nuestra economía, nuestra política y nuestra cultura con la complicidad de sus "socios interiores".

Fuente: Diario La Nacion
Link a la nota: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1325770

lunes, 6 de diciembre de 2010

Sin Kirchner, las crisis ya no son huracanes

Autor: Carlos Pagni

El aparato del poder estaba atareado en embellecer con más y más virtudes cívicas la memoria de Néstor Kirchner cuando WikiLeaks y los correos electrónicos del asesor Manuel Vázquez irrumpieron en la escena. Es comprensible que la Presidenta, siempre locuaz, haya esta vez enmudecido. Los datos que brotan de esos manantiales son capaces de empañar la personalidad de su marido.

La elevación de Kirchner a los altares cuenta con dificultades menos escabrosas. Al mismo tiempo que edifican esa apoteosis, los discípulos del santo comienzan a abandonar sus enseñanzas. Se alarman por la inflación, golpean a las puertas del Fondo Monetario Internacional (FMI), ofrecen al Club de París el generoso pago de la deuda, y hasta prometen un aumento de tarifas. La Cumbre Iberoamericana también fue ganada por la herejía: Cristina Kirchner fue la principal abogada de los Estados Unidos contra la condena a las filtraciones diplomáticas que quería emitir el bloque bolivariano. Sucedió en Mar del Plata, junto a las mismas playas que cinco años atrás habían visto a su esposo zamarrear al presidente de esa potencia. El encumbramiento ritual de Kirchner y este revisionismo componen una paradoja detrás de la cual palpitan varias verdades del momento político.

La tentación más inmediata es pensar que esos dos movimientos no son contradictorios, sino complementarios. Es decir: hace falta que Kirchner ingrese pronto al panteón de la nacionalidad para que sus herederos disimulen el rescate de una experiencia político-administrativa que con su fundador llevaba un rumbo de fracaso. Sólo transformando a Kirchner en una figura indiscutible podrían comenzar a discutirse sus principales decisiones. De ser así, el ex presidente habría prestado a su esposa un último servicio invalorable: el de ausentarse en el momento oportuno, cuando todavía había tiempo de salvar al edificio de un derrumbe que las elecciones del año 2009 ayudaron a prever. Vista de este modo la jugada, tendría razón Lula: Kirchner fue el Maradona de la política.

Con todo lo atractiva que pueda resultar, esta hipótesis es sospechosa: supone una habilidad para la autocrítica que el oficialismo no posee. Es mejor imaginar una explicación menos sofisticada. O más inocente. Del diálogo con numerosos funcionarios se infiere que la muerte de Kirchner liberó a su equipo de un pasivo que estaba determinando el hundimiento de la empresa. Ese pasivo era la imposibilidad de poner en tela de juicio las órdenes que llegaban desde lo alto. Kirchner era un jefe absorbente e inapelable que premiaba casi una sola capacidad: la de ejecutar sus mandatos sin la contaminación de un sello personal. Esa sumisión extrema era a la vez muy cómoda, ya que relevaba a los colaboradores de cualquier responsabilidad.

Ahora que falta el líder, ese método se ha vuelto impracticable. No se trata de creer que una iluminación celestial ha modificado la visión de los que gobiernan. Desaparecido aquel garante de última instancia, al frente del poder quedó una mujer que debe tomar decisiones delicadas mientras llora a su marido. En esa fragilidad está, sin embargo, su fortaleza. Porque la ausencia de Kirchner ha abierto espacio a la duda. Y "duda" significa ?racionalidad'.

El primer mes de luto produjo algunas evidencias. La principal es que Cristina Kirchner asumió que la inflación es una amenaza para su gobierno. El pacto de precios y salarios que negocia Julio De Vido deviene de esa percepción. El ministro quiere que las próximas paritarias no convaliden aumentos superiores al 20%. Piensa también atraer al empresariado con créditos públicos por alrededor de $ 6000 millones.

De Vido prepara otro manjar para los hombres de negocios. Sugirió a los principales operadores del sector energético un aumento de tarifas. Mañana, la Presidenta anunciará a los productores de gas una mejora en sus precios. A los generadores se les aseguró el pago de viejas deudas. Y a las distribuidoras de gas y electricidad se les aconsejó que reclamaran un incremento de sus ingresos, que, a la larga, les será concedido. "Ya te hicimos caso varias veces, pero después Kirchner nos mataba", le comentó un empresario a De Vido. El ministro contestó lacónico: "Ahora Kirchner no está".

El frente externo también registra apostasías. Héctor Timerman y Amado Boudou, dos detractores sistemáticos del FMI, viajaron a Washington a pedir la colaboración del organismo en la confección de un índice nacional de precios. Es verdad que esta vuelta carnero fue hija del rigor. La burocracia del Fondo había puesto a consideración del directorio una condena contra el Indec y sus fraudes estadísticos. Para la Presidenta, era imprescindible evitar ese pronunciamiento, ya que podría haber obligado a su exclusión del G-20, la tribuna internacional que más aprecia. El reencuentro con el Fondo y la negociación con el Club de París hacen juego con la posición del Gobierno en la cumbre de Mar del Plata.

La velocidad de estos giros desnuda una información inconveniente: las decisiones de Kirchner despertaban entre sus colaboradores más desconfianza que la que permitían imaginar los juramentos inquebrantables realizados sobre el féretro. También se entrevé ahora que muchas advertencias y críticas de la oposición y del mercado tenían más credibilidad entre los funcionarios que la que ellos podían admitir. Hay también un cambio de estilo: crisis como las de WikiLeaks o Vázquez ya no producen huracanes como los que desataba Kirchner. Son trivialidades frente a esta novedad central: el oficialismo se está planteando algunas preguntas relevantes.

Es verdad que la calidad de las respuestas es dudosa. ¿Se puede tramitar un acuerdo empresarial con un gobierno que con tal de quedarse con una compañía es capaz de fraguar contra sus propietarios una denuncia por crímenes de lesa humanidad? ¿Se sentará Moyano a la mesa del acuerdo salarial mientras los jueces, que él cree subordinados al Gobierno, allanan su sindicato y ponen a su esposa al borde del procesamiento? El viernes en Mar del Plata, en rueda de gremialistas, dijo que no lo haría. Héctor Magnetto (CEO de Clarín ) y Moyano siguen siendo los problemas cruciales de la señora de Kirchner.

No son, es verdad, las únicas incógnitas. ¿Se puede sellar un acuerdo empresarial mientras Guillermo Moreno siga al frente de la microeconomía oficial? ¿Alcanza con comprometer al Fondo en la búsqueda de una salida para el Indec, si después se ignoran sus sugerencias, como ocurrió con la Universidad de Buenos Aires? ¿Es suficiente con subir las tarifas y pagar al Club de París para reconectar a la Argentina con las corrientes de inversión internacional? ¿Cabe esperar que la inflación se modere por un pacto corporativo, si los factores monetarios y fiscales que impulsan su escalada siguen fuera de control? La prueba piloto del acuerdo que hizo De Vido en el sector energético está naufragando en estos días: en Santa Cruz y Chubut, hay dependencias de YPF tomadas por el personal, y el área metropolitana asistirá esta semana a un paro de Luz y Fuerza. En definitiva, ¿es posible esperar mejores soluciones de funcionarios que, en su mayoría, fueron seleccionados por su predisposición a trabajar como autómatas?

La oposición puede tranquilizarse respondiendo con un no a estos acertijos. Puede también apostar a que la previsible empatía que despierta toda viuda se vaya evaporando con los días. Pero quienes compiten con el oficialismo caerían en un error si no advirtieran que, con el fallecimiento de Kirchner, el Gobierno ha perdido mucho más que un mal candidato presidencial. Con Kirchner se ha ido también un líder irreflexivo, que condenaba a los suyos a un único punto de vista, enredándolos en conflictos cada vez más incomprensibles.

A la esposa y a los sinceros amigos del ex presidente les debe resultar intolerable que una ausencia tan dolorosa para ellos sea, al mismo tiempo, muy saludable para el Gobierno. Es menos razonable que los líderes de la oposición no admitan que la muerte, en este caso, puede haber operado como una medicina. Es decir, que ahora les aguarda una tarea más exigente; que ya no les bastará con vituperar al que administra; que para capturar el poder sólo basta con ingresar al ballottage. Quienes pretendan reemplazar al Gobierno deberán elaborar un concepto, diseñar una estrategia, imaginar un futuro. Quien se demore en esa tarea corre un riesgo inesperado: que termine siendo Cristina Kirchner la que, antes de las elecciones, y acaso sin darse cuenta del todo, declare inaugurado el poskirchnerismo.

Fuente: Diario La Nación.