jueves, 12 de noviembre de 2009

Religión

Miradas sobre Dios
Transcribo aquí un fragmento del libro La vida eterna de Fernando Savater (2007), publicado en la Revista del Diario La Nación el 25 de marzo de 2007. Para pensar...

Polémico y provocador, este libro trata de la religión o más bien de las religiones: en qué consiste creer, en qué creemos o no creemos y que vinculación guardan estas creencias con la más importante y central de todas, el afán de inmortalidad. Pero también habla de la verdad, de la diferencia entre credulidad y fe, de las vías no dogmáticas del espíritu, de las implicaciones políticas que tienen las ortodoxias fanáticas, del papel de la formación religiosa en la educación de las democracias laicas, etc. (Fuente: Tematika.com)

(...) Desgraciadamente, los medios de comunicación –por no hablar de las infinitas páginas de la Web– están llenos de alimentos basura para la insaciable credulidad de algunos: milagros, conspiraciones, fantasmagorías, manipulaciones de la historia, sectas secretas omnipotentes, extraterrestres de pacotilla, poderes paranormales y apariciones diabólicas. Cuando no, propaganda disfrazada de ciencia para respaldar maniobras siniestras de políticos o explotadores de la miseria ajena: así el establecimiento de jerarquías raciales o sexistas, así los delirios genealógicos del nacionalismo, así las supuestas «armas de destrucción masiva» que sirvieron de falso pretexto a la guerra de Irak. Lo característico de la credulidad es su carácter acrítico y su fondo siempre interesado, aunque con frecuencia tenga a largo plazo consecuencias nefastas incluso para los propios creyentes. Si algo debería combatirse implacablemente por medio de la educación no es tanto la fe sino la credulidad.

Por supuesto, el campo de las religiones abarca todas las derivas imaginables entre la una y la otra: es el precio por buscar explicaciones últimas y absolutas, no ya del funcionamiento biológico o social de los seres humanos, sino del sentido de su experimento vital. Pero a la credulidad por exceso se contrapone también otra, por defecto: la del cientifismo reductor que despacha como supersticiones sin sentido no sólo las soluciones religiosas sino incluso las mismas inquietudes humanas de que provienen. Actualmente, con una apelación voluntariosa a la teoría de la evolución y unas cuantas pinceladas de genética, algunos cándidos creen haberse despertado para siempre de las tinieblas que han oscurecido el progreso. Por supuesto, de este modo pueden desbaratar justificadamente el pseudocientifismo de los creacionistas (incluso de ese creacionismo con estudios elementales que es la doctrina del Diseño Inteligente) y otras incursiones semejantes de mentes clericales en áreas como la astronomía, la psicología, etc. Pero el resto de cuestiones referidas a las pautas morales, por ejemplo, o al carácter simbólico de los principales logros culturales humanos son más reacias a dejarse despejar por medio de ecuaciones y observaciones de laboratorio. De ahí que autores por lo demás tan sugestivos como Steven Pinker se vuelvan alarmantemente inconsistentes al tratar asuntos como la educación, cuya importancia minimiza porque es interpersonal y no genética.

Disculpen que, para aclarar mi punto de vista, recurra a una sobada parábola: supongamos que nos enfrentamos con el debido arrobo y admiración a un cuadro de Velázquez o Rembrandt. Ante su perfección formal y la delicada riqueza de sugestiones que nos transmite el lienzo, quedamos en maravillado suspenso. Entonces, un exaltado susurra a nuestro oído derecho: “¡Esta obra es un auténtico milagro! Ningún hombre común puede haberla concebido y ejecutado. Sólo puede explicarse por una inspiración llegada de los cielos, por el don generoso y enigmático del Ser Supremo que –a través de este artista– nos hace llegar un mensaje sublime para ayudarnos a soportar mejor nuestra pequeñez mortal… y hacernos concebir la esperanza de la eternidad”. Pero otra voz, más severa y sardónica, susurra a nuestro oído izquierdo: “¡No está mal, no está mal! Aunque, a fin de cuentas, sólo se trata de una superposición de diversos pigmentos de origen vegetal y mineral, distribuidos con pericia sobre una superficie textil, de tal modo que a cierta distancia se adivinen varias formas que se asemejan a objetos y personas. Está comprobado que, a veces, la erosión de las rocas o la caprichosa y cambiante forma de las nubes logra efectos bastante similares”. O sea, la primera voz nos dice “es nada menos que...” y la segunda “no es más que...”. En ambos casos, el incrédulo siente que se le escamotea algo esencial, un enigma racional que no admite solución simplificadora, algo que está más acá de los dioses pero más allá del nivel fisicoquímico de la causalidad. Una relación de sentido entre los únicos seres capaces de comprender significados, tan lejos de poder ser explicada convincentemente por cualquier “presencia real” divina (y aquí me permito abusar de George Steiner) como por la mera concatenación de reacciones a nivel atómico.

Volviendo otra vez a la prosa filosófica, digámoslo con las doctas palabras de Habermas: “No se discute el hecho de que todas las operaciones del espíritu humano dependan enteramente de sustratos orgánicos. La controversia versa más bien sobre la forma correcta de naturalizar el espíritu. Pues una adecuada comprensión naturalista de la evolución cultural debe dar cuenta de la constitución intersubjetiva del espíritu, así como del carácter normativo de sus operaciones regidas por reglas”. Es decir: el espíritu humano, ese reflejo simbólico de la vida que intentamos describir someramente en el capítulo precedente, constituye una irrefutable evidencia para cualquier ser pensante. Pues bien, la fe religiosa –en la mayoría de los casos– convierte al espíritu en una entidad separable por medios sobrenaturales del cuerpo e independiente de él en lo tocante a méritos o responsabilidades. Lo cual, por abreviar, resulta poco convincente ante el más benévolo examen racionalista. En el rincón opuesto del ring, el cientifismo –o sea, la ciencia convertida en ideología y, por decirlo así, sacada de quicio– convierte al llamado “espíritu” en una especie de leyenda idealista que magnifica adaptaciones evolutivas y reacciones fisiológicas: un fábula, vamos, la edificante historieta narrada por un idiota que se pavonea en el escenario del mundo y que a fin de cuentas nada significa... Ambos planteamientos me parecen claramente insatisfactorios porque ninguno de ellos se sitúa en el plano propiamente humano, sino en niveles situados voluntariamente por encima o por debajo de él.

(...) Para dar cuenta cabal de lo humano, la búsqueda de la verdad no puede renunciar desde luego a la objetividad que prescinde de embelecos sobrenaturales, pero tampoco a la subjetividad que, más allá de constatar hechos, narra vivencias desde dentro: no es lícito refugiarse en los cielos ni soterrarse en la impersonalidad que subyace la relación simbólica que nos caracteriza.

Por Fernando Savater

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